El Ratón Pérez
por el P. Luis Coloma SJ
Escrito en Madrid España en 1911
Real Academia de la Lengua Española
Adaptado y actualizado por el Dr. José Francisco Flores Alatorre
“-Sembrar en los niños la idea,
aunque no la entienda los años
se encargarán de descifrar en su entendimiento
y hacerla florecer en su corazón”
Entre la muerte del rey que rabió y el advenimiento al Trono de la Reina María Castaña existe un largo y oscuro periodo en Las crónicas que quedan pocas memorias consta sin embargo que floreció en aquella época un Rey Buby I (Primero), grande amigo de los niños pobres y decidido protector de los ratones.
El rey Bubi fundó una fábrica de muñecos y caballos de cartón. De allí salieron tres caballitos blancos que el rey Don Bermudo el Diácono obsequió a los niños de Hissén, para honrar la mítica batalla de Bureva, una de esas gestas que renacen en las anécdotas de sobremesa y en los viejos relatos que, como susurros, se desvanecen en la bruma de la historia.
Consta también que el Rey Buby I, prohibió severamente el uso de ratoneras y promulgó discretas leyes para contener, dentro de los límites de la defensa propia, los instintos cazadores de los gatos. Dicen que esta medida, aunque bien intencionada, provocó encendidas discusiones entre la reina doña Goto —o Gotona—, viuda de Don Sancho Ordóñez, Rey de Galicia, y las autoridades del territorio de Rivas de Sil. Todo por haberse atrevido El Rey Bubi a aplicar dichas leyes al gato del monasterio de Pombeyro, donde la reina vivía retirada, custodiando sus días entre oraciones y recuerdos.
El caso fue grave y sus memorias muy duraderas, Por más que unos autores digan que el gato en cuestión se llamaba Russaf Mateo, y otros Le llamen simplemente mi mini. de todos modos el hecho resulta aprobado, Aunque nadie diga sobre ello paseo, ni tampoco lo mencione el Cronicón Iriense, Y el bueno de D. Lucas de Tuy haga como que se olvida del caso quizá quizá por razones de conveniencia.
El caso fue bastante famoso y dejó recuerdos que duraron mucho tiempo. Algunos decían que el gato se llamaba: Russaf Mateo, mientras que otros lo conocían simplemente como: “Minini”. A pesar de las diferencias en su nombre, el hecho en sí quedó registrado en la memoria de todos. Nadie lo mencionaba en los documentos oficiales, ni siquiera en el Cronicón Iriense, y el buen cronista Lucas de Tuy parecía hacerse el olvidadizo, probablemente por conveniencia.
Consta también que el Rey Buby I comenzó a Reinar a los 6 años bajo la tutela de su madre Señora Muy prudente y de profunda espiritualidad, que guiaba sus pasos y velaba a su lado como lo hace, con todos los niños buenos, el ángel de su guarda.
Era entonces el Rey Buby un verdadero encanto. Cuando en los días de gala le colocaban su corona de oro y su manto real bordado, no brillaba más el oro de su corona que el de sus cabellos, ni eran más suaves los armiños de su manto que la piel de sus mejillas y manos. Parecía un muñequito de porcelana que, en vez de estar sobre una chimenea como adorno, hubieran puesto sentado en el trono.
Pues sucedió que, mientras el rey comía un día sus sopitas, comenzó a moverle un diente. Aquello fue un suceso de gran interés para toda la corte, que acudió a enterarse, y no tardaron en llegar, uno tras otro, los médicos de cámara. El caso era serio, pues todo indicaba que para Su Majestad había llegado la hora de mudar los dientes.
Se reunió en consulta toda la facultad, y hasta se telegrafió al famoso doctor Charcot, por si aparecía alguna complicación nerviosa, pues al cabo había que sacar el diente de Su Majestad. Los médicos quisieron aplicarle cloroformo, y el presidente del consejo defendió esta idea con gran insistencia, ya que él mismo era tan impresionable que siempre lo usaba… incluso cada vez que se cortaba el pelo.
Pero el rey Buby era animoso y valiente, y quiso afrontar el peligro cara a cara. Sin embargo, pidió confesarse antes, pues —como él decía: “-faena hecha no ocupa lugar” y después de todo, el alma puede escaparse tanto por la herida de una lanza como por la mella de un diente.
Ataron, pues, al diente de Su Majestad una hebra de seda encarnada, y el médico más anciano comenzó a tirar con tanto pulso y acierto que, a mitad del tirón, el rey hizo un pequeño puchero… y el diente saltó, blanco, limpio y tan precioso como una perlita sin engaste.
El diente fue recogido en un estuche de oro por el amable guardia y llevado enseguida a presentarlo a Su Majestad la reina. Ella convocó de inmediato al consejo de ministros, y las opiniones pronto se dividieron.
Algunos proponían engarzar el dientecito en oro, guardarlo en el tesoro de la corona o colocarlo en el centro de una hermosa joya para regalarlo a la imagen de la Virgen patrona del reino. Parecía, sin embargo, que estos ministros —o, mejor dicho, cortesanos— querían solamente quedar bien que realmente ayudar a la Reina.
Pero la reina, que como mujer sabia no confiaba en aduladores y era muy prudente y amiga de la tradición, resolvió que el rey Buby escribiese a Ratón Pérez una carta atenta, y que pusiese aquella misma noche el diente debajo de su almohada, como ha sido y sigue siendo costumbre de todos los niños. Desde siempre, no hay memoria de que Ratón Pérez haya dejado de venir a recoger un diente y dejar, a cambio, un espléndido regalo.
Y así lo hicieron también, en su tiempo, el justo Abel y el grandísimo pícaro Caín, que su primer diente puso entre la piel de un perro negro que le servía de almohada. De Adán y Eva no se sabe nada, y a nadie le extraña, porque nacieron ya grandecitos… claro está que no mudaron los dientes.
Apuradito fue el rey Buby para escribir la carta, pero al final lo logró sin demasiada suerte, pues acabó manchándose de tinta los cinco dedos de cada mano, la punta de la nariz, la oreja izquierda, un poco del zapato derecho y todo el babero de encaje, desde arriba hasta abajo.
Esa noche, acostándose más temprano de lo habitual, mandó que dejaran encendidos todos los candelabros y arañas de la habitación. Colocó con mucho cuidado debajo de la almohada la carta con el diente dentro, y se dispuso a esperar a Ratón Pérez… aunque fuese necesario quedarse despierto hasta el amanecer.
Ratón Pérez tardaba, y el pequeño rey se entretuvo en empezar el discurso que quería pronunciarle. Poco a poco, Buby cerraba los ojitos, luchando contra el sueño que se los iba venciendo. Al final, se durmió por completo, y su cuerpecito se deslizó buscando el calor de las mantas, mientras la cabecita quedaba sobre la almohada, escondida tras un brazo, como hacen los pajaritos al cubrir su cabeza bajo el ala.
De pronto, sintió algo suave que le rozaba la frente. Se incorporó de un brinco, sobresaltado, y vio delante de sí, de pie sobre una almohada, a un ratón muy pequeño, con sombrero de paja, lentes de oro, zapatos de lienzo crudo y una cartera roja cruzada a la espalda.
El rey Buby lo miró muy espantado, y Ratón Pérez, al verlo despierto, se quitó el sombrero hasta los pies, inclinó la cabeza según el ceremonial de la corte y, en esa actitud reverente, esperó a que Su Majestad hablara.
Pero Su Majestad no dijo nada, porque de pronto se le olvidó el discurso, y, después de pensarlo mucho, apenas logró decir algo, un tanto azorado:
“- Buenas noches…”, dijo el rey Buby, a lo que Ratón Pérez respondió, profundamente conmovido:
“- Dios se la dé a vuestra majestad muy buenas”.
Y así, por esas razones tan corteses, Buby y Ratón Pérez se convirtieron en los mejores amigos del mundo. Se notaba a la legua que este ratón era muy de mundo, acostumbrado a caminar sobre alfombras y al trato social con personas distinguidas.
Su conversación era variada e instructiva, y su erudición pasmosa. Había viajado por todas las cañerías y sótanos de la corte, y anidado en todos los archivos y bibliotecas. Tan solo en la Real Academia de la Lengua Española, pasó al menos una semana comiéndose tres manuscritos inéditos que allí había depositado un autor ilustre.
Habló también de su familia, que era muy numerosa: dos hijas ya casaderas, Adelaida y Elvira, y su hijo adolescente Adolfo, que seguía la carrera diplomática en el mismo cajón donde el ministro de Estado guardaba sus notas secretas. De su mujer habló poco y de manera pasajera, por lo que el pequeño Buby sospechó que allí había algún tipo de alianza… o quizá alguna desavenencia matrimonial.
El rey Buby lo miraba embobado, extendiendo de vez en cuando la manita para cogerle por el rabo, mientras Ratón Pérez, con un rápido y astuto movimiento, cambiaba de lugar su cola, burlando así el intento del niño sin perder en ningún momento el respeto al monarca.
Era ya tarde, y como el rey no pensaba despedirlo, Ratón Pérez insinuó hábilmente, sin faltar a la etiqueta, que debía acudir esa misma noche a la calle Jacometreso número 64, para recoger el diente de otro niño muy pobre llamado Gilito. El camino era áspero y, hasta cierto punto, peligroso, porque en la vecindad había un gato muy malintencionado, llamado Don Gaiferos.
Se le antojó al rey Buby acompañar a Ratón Pérez en aquella expedición, y así se lo pidió el ratón con el mayor ahínco. Buby se quedó pensativo, atusándose el bigote: la responsabilidad era muy grande, y además debía detenerse en su propia casa para recoger el regalo que tendría que llevar a Gilito a cambio de su diente.
A esto respondió el rey Buby que se sentiría muy honrado de descansar un momento en una casa respetable.
La vanidad pudo con Ratón Pérez, y se apresuró a ofrecer al rey Buby una taza de té, a cambio de ganarse el derecho de poner cadenas en la puerta de su casa, como se hacía en aquellos tiempos en todas las casas que hospedaban al monarca. Ratón Pérez vivía en la calle Arenal número 8, en el sótano de Carlos Pratts (una famosa tienda de ultramarinos que existía en Madrid en aquel lugar), justo frente a una gran pila de quesos de gruyere, que abastecían la despensa próxima y acomodada de la familia Pérez.
Fuera de sí de contento, el rey Buby se lanzó de la cama y comenzó a ponerse su camisita. De repente, Ratón Pérez saltó sobre su hombro, y la punta de su cola se le metió por la nariz. El pequeño rey estornudó estrepitosamente y, por un prodigioso y maravilloso suceso que hasta hoy nadie ha podido explicar, el ratón quedó convertido en el más lindo y primoroso que la imaginación de las hadas pudiera soñar.
El pequeño Rey, era todo brillante como el oro y suave como la seda, y tenía los ojitos verdes y relucientes como dos esmeraldas redondas y brillantes.
Ratón Pérez tomó de la mano al rey, sin tantas ceremonias, y juntos se dispararon como una bala por un agujero debajo de la cama, ocultos luego por la alfombra.
La carrera era desordenada, el camino oscuro, húmedo y hasta pegajoso, y en cada paso se encontraba con bandadas de diminutas alimañas que, a tientas, lo pinchaban y mordían.
Y a veces, Ratón Pérez se detenía en alguna encrucijada, explorando el terreno antes de seguir adelante. Todo esto puso al rey Buby un poco nervioso y de mal humor, porque llegó a sentir desde el hocico hasta la punta de la cola ciertos escalofríos que le parecían señales de miedo, recordando, sin embargo, que:
Y, aun así, se sobrepuso y fue valiente por la razón, que es donde realmente consiste el verdadero valor.
Solo una vez, al escuchar un estrépito espantoso sobre su cabeza, que parecía como si docenas de Rippers Oliva, —una especie de ómnibus que circulaban por las calles de Madrid antes de los tranvías— , pasaran por encima, Buby se asustó un poco. Pero Ratón Pérez, que sabía que allí vivía Don Gaiferos, le contestó haciendo con la cola un ademán negativo, y siguieron adelante.
Al poco, llegaron a una suave explanada que desembocaba en un sótano ancho y muy bien embaldosado, donde se respiraba una tibia y deliciosa atmósfera perfumada de queso. Doblaron una enorme pila de quesos y se encontraron frente a frente con una gran caja de galletas Huntley.
Allí vivía la familia del Ratón Pérez, bajo el pabellón de Carlos Pratts, tan a sus anchas como la legendaria rata de la fábula que habitaba en el queso de Holanda. Ratón Pérez presentó al Rey Buby a su familia como si fuera un turista extranjero que visitaba la corte, y las ratonas lo recibieron con esa elegante cortesía de damas acostumbradas a mucho trato.
Las señoritas hacían sus labores bajo la supervisión de Miss Olchis, una ratona inglesa muy ilustrada que ejercía como educadora de la casa, mientras que la señora de Pérez bordaba para su marido un precioso gorro griego, al calor de una chimenea que ardía alegremente con fuego de rabitos de pasas.
Al rey Buby le quedó grabado aquel plácido ambiente familiar, que mostraba en todos sus detalles la calma y comodidad de una familia acomodada, el estado más adecuado para hallar el bienestar y la paz de la vida.
Sirvieron el té a Adelaida y Elvira en delicadas tazas de cáscara de alubias, y luego se hizo un poco de música. Adelaida tocó el arpa sentada junto a un sauce, con un gusto y afinación que encantaron al rey Buby.
Adelaida no era especialmente bonita, pero tenía modales muy distinguidos y hacía oscilar su rabo con cierta melancólica coquetería, que revelaba, sin duda, su carácter tímido e introvertido.
Elvira, por el contrario, era vivaracha y auténtica; pero la energía de su alma le rebosaba por los ojos, y el rey Buby la veía como una espartana repitiendo el himno de las Termópilas, cuando cantaba al piano con un porte firme y una voz llena de fuerza y personalidad.
En el hospital del Rey
Hay un ratón con tercianas,
y una gatita morisca
Le está encomendando el alma.
Entró entonces Adolfo, que venía del Jockey Club, donde, para gran pesar de sus padres, perdía tiempo y dinero jugando al póker con los ratones agregados de la embajada alemana. El continuo trato con estos diplomáticos le había vuelto engreído y un poco extranjero en sus maneras, y no tenía otros temas de conversación que el polo y el lawn tenis.
Con gusto hubiera prolongado el rey Buby la velada, pero Ratón Pérez, que se había ausentado un momento, volvió con su cartera terciada a la espalda, al parecer bien repleta, y le manifestó respetuosamente que ya era hora de partir.
Hizo, pues, el rey Buby, con mucha gracia, sus corteses ofrecimientos de despedida, y la señora Pérez, en un arranque de cordialidad un poco formal, le plantó en cada mejilla un sonoro beso. Adelaida le tendió una pata con cierto aire sentimental, que parecía decir: “-¡Chao, hasta luego!”
Elvira le dio un apretón de manos a la inglesa, y Miss Olchis, con una cortesía al estilo refinado de la Reina Stuart, enfiló su lorgnon de concha —un elegante anteojo de mano— hasta que le perdió de vista.
Adolfo estuvo también muy expresivo: los acompañó hasta la entrada de la cañería, y allí reiteró á Buby su ofrecimiento de presentarlo en el Polo Club y le recomendó, por tercera vez, el uso de raquetas del número 12 o, como mucho, de 12 y medio. Las del 13 resultaban ya algo pesadas para los ratoncitos.
Le dio las gracias el Reyecito y se despidió pensando que Adolfo podría ser, en verdad, en verdad, muy elegante, pero que sin duda vivía en Narnia.
Comenzaron de nuevo su destinada carrera, Buby y Ratón Pérez, con un lujo de precauciones que puso en sobresalto al reyecito.
Caminaba delante un queso pelotón de fornidos ratones, gente toda de guerra, cuyas aceleradas bayonetas, finas como agujas, relumbraban a veces en la oscuridad. Detrás venía otro pelotón, no menos numeroso, armado también hasta los dientes.
Confesó entonces Ratón Pérez que no se había determinado a emprender la expedición si no podía garantizar suficientemente aquella aguerrida escolta de cazadores ligeros a la persona del joven monarca, con toda la nobleza que se le confiaba.
De repente, vio el rey Buby cómo desaparecía la vanguardia entera por un estrecho agujero, por el que escapaban reflejos de tenue luz.
Había llegado el momento del pelilgro, y Ratón Pérez, despacito, haciendo vibrar suavemente la punta del rabo, asomó poco a poco el hocico por aquel temeroso boquete. Observó un segundo y retrocedió dos pasos; luego volvió a avanzar lentamente y, de improviso, agarrando al rey Buby por la mano, se lanzó con la rapidez de una flecha por el agujero, atravesó con un soplo toda una extensa cocina y desapareció por el otro agujero que había, frente a frente, detrás del fogón.
Con la rapidez con que hoy se ven pasar los postes por la ventana de un tren, así vio pasar el rey Buby, ante sus ojos y en su veloz carrera, el pavoroso cuadro de aquella cocina. Al calorcito de la lumbre, oculta bajo el recodo, dormía el temido Don Gaiferos, un gatazo enorme y de aspecto amenazante, cuyos bigotes se elevaban y bajaban al compás de su pausada respiración.
La guardia ratonil, inmóvil, silenciosa y alerta, listos para cualquier contingencia, protegía el paso del Rey Buby, formando desde el dormido Don Gaiferos hasta los dos agujeros de entrada y salida el formidable triángulo romano de la Batalla de Ecnoma.
Era aquello imponente y preocupante… una anciana dormida en una silla, envuelta en la calma de su edad dorada, con la calceta medio caída sobre las faldas.
El peligro cesó una vez franqueado el agujero de salida, y solo faltaba por recorrer la última buhardilla de aquella misma casa, que era donde gilito vivía. todo era una entrada en aquella miserable habitación abierta todos los vientos, y los ratones le invadieron por rendijas, grietas y agujeros, como se invade una ciudad ya desmantelada.
Se trepó el Rey Bubi en aquel palo de silla sin asiento, la única que había, y desde allí pudo abarcar todo aquel cuadro de miseria, que jamás hubiera podido ni siquiera imaginar.
Era aquello un cuchitril inmundo, en que el techo y el suelo se unían, por un lado, y no se separaban lo bastante por el otro para dejar cabida a la estatura de un hombre. Entraban por las innumerables rendijas el viento helado del alba, que ya clareaba, y de ahí, por debajo de las vigas del techo, colgaban largas puntas de hielo.
No había allí más muebles que la silla que servía de observatorio al rey Buby, El cesto de pan vacío, colgado del techo a la altura de la mano, y en el rincón menos expuesto a la intemperie, una cama de pajas y de trapos, en que dormía abrazados Gilito y su madre.
Se acercó Ratón Pérez, llevando al Rey Bubi de la mano, y cuando este vio de cerca al pobre niño, apenas asomado entre sus manecitas y los trapos miserables que lo cubrían, con su preciosa carita pegada al pecho de su madre buscando un poco de calor, se le encogió el corazón de pena y de asombro, y rompió a llorar amargamente.
¡Pero si él nunca había visto eso!… ¿Cómo era posible que no hubiese sabido hasta entonces que había niños pobres y que tenían hambre y frío y se morían de miseria y tristeza en una pieza oscura y helada?
¡Ni mantas quería ya tener en su cama, mientras en todo su reino hubiera un solo niño sin al menos tres prendas de ropa de diario y un traje elegante que le abrigara y vistiera con dignidad! …”
Conmovido, Ratón Pérez se limpió a hurtadillas una lágrima con la pata y trató de calmar el dolor del Rey Buby, mostrándole la brillante monedita de oro que iba a dejar bajo la almohada de Gilito a cambio de su primer diente.
Despertó la madre de Gilito y se incorporó, contemplando al niño dormido. Ya amanecía y había que ganarse el mísero jornal lavando en el río. Tomó a Gilito en brazos y lo puso de rodillas, medio dormido, frente a una pequeña imagen sagrada pegada en la pared junto a la cama, y juntos dieron gracias por un nuevo día en su oración.
El Rey Buby y Ratón Pérez se pusieron de rodillas con el mayor respeto ante los cazadores ligeros, y también se arrodillaron dentro del canasto vacío que vigilaban silenciosos. Entonces, el niño comenzó a rezar.
Mientras el niño y la madre rezaban, el Rey Buby hizo un gesto de inmensa sorpresa al aire y se quedó mirando a Ratón Pérez con la boca abierta. Éste comprendió su asombro y fijó en el reyecito sus penetrantes ojos; pero no dijo ni una sola palabra, esperando sin duda que el otro hablara primero.
Emprendieron el viaje de vuelta, silenciosos y pensativos, y media hora después el Rey Buby entraba en su alcoba acompañado de Ratón Pérez.
Ratón Pérez volvió a meter la punta de su rabo en la nariz del Rey, y Buby estornudó de nuevo estrepitosamente. Se encontró entonces acostado en su cama, en los brazos de la reina, que lo despertaba, como todos los días, con un cariñoso beso. Por un momento creyó que todo había sido un sueño; pero levantó pronto la almohada, buscando la carta para Ratón Pérez que había puesto allí la noche anterior… y la carta había desaparecido.
En su lugar había un precioso estuche con la insignia del Toisón de Oro, toda cuajada de brillantes, regalo magnífico que le hacía el generoso Ratón Pérez a cambio de su primer diente.
El reyecito lo miró y lo puso a un lado, casi sin mirarlo, sobre su colcha, y permaneció pensativo, con el codo apoyado en la almohada. De pronto dijo, con aquella expresión seria y un tanto melancólica que a veces adoptan los niños cuando reflexionan o sufren:
–Mamá… ?Por qué los niños pobres rezan lo mismo que yo… ?
La reina le respondió:
–Porque Dios es el padre de ellos y lo mismo que el tuyo,
-Entonces – replicó Buby, aún más pensativo— seremos hermanos.
—Sí, hijo mío, son tus hermanos.
Los ojitos de Buby se llenaron de profunda admiración, y con la voz empañada por las lágrimas y el pecho trémulo por el temblor de un sollozo preguntó:
—¿Y por qué soy rey y tengo todo, y ellos son pobres y no tienen nada?
La reina lo apretó contra su corazón con amor intenso y, besándole la frente, le dijo:
—Porque tú eres el hermano mayor, y eso es lo que significa ser rey, ¿lo entiendes, Buby?
—Y Dios te ha dado todo para que cuides, en lo posible, a tus hermanos menores y para que no les falte nada.
—Yo no sabía eso —dijo Buby, meneando la cabecita con pena.
Y sin acordarse más del toisón de oro, comenzó a rezar sus oraciones de la mañana, como todos los días.
A medida que rezaba, le parecía que todos los niños pobres y desvalidos del reino se agrupaban a su alrededor, levantando hacia lo sagrado sus manitas, y que él, como hermano mayor, llevaba la voz de todos.
Y cuando el rey Buby ya fue un hombre y un gran guerrero, y tuvo que pedir auxilio a lo sagrado en los trabajos y compartir alegrías, siempre lo hizo llevando la voz de todos sus súbditos, y en especial la de los niños del reino, pobres y ricos, buenos y malos.
Y cuando murió el rey Buby, ya muy ancianito, su buena alma llegó a las puertas del cielo. Allí se arrodilló y dijo, como siempre, su oración, uniendo en espíritu a todos los niños del reino.
Y en cuanto pronunció estas palabras, se le abrieron de par en par las puertas del cielo, y miles y miles de Gilitos se acercaron corriendo a recibirlo, todos aquellos niños a los que había sido rey, es decir, su hermano mayor aquí en la tierra. Uno a uno le rodearon, alzando sus manitas y sonriendo, felices de volver a ver a quien siempre los había cuidado.
Fin del Cuento
Y fortaleciendo la tradición, desde aquel día, el rey Buby nunca olvidó a Ratón Pérez, dejando cuidadosamente bajo la almohada sus dientes recién caídos. Siempre se cepillaba los dientes con mucho cuidado, como un buen rey que cuida de sí mismo para poder cuidar de los demás. Y antes de dormir, rezaba sus oraciones, dando gracias por el día y pidiendo por todos los niños de su reino, recordando que, así como Ratón Pérez acudía puntualmente a recoger cada diente, él también debía cumplir con su deber de hermano de todos.